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“Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján”


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LAPATRIA
26/06/2020

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Una investigación llevada a cabo durante varios años revela convicción, seriedad y compromiso con el quehacer académico. Por eso, un trabajo paciente, y no solo motivado por inquietudes circunstanciales (léase lo que está en boga), casi siempre arriba a un aporte sustancial con relación al objeto de estudio. Definitivamente, ese es el caso de la catedrática sanmarquina Guissela Gonzales Fernández. De hecho, una breve revisión a sus publicaciones y ponencias en la última década pondría de manifiesto su interés por explorar las diversas aristas de la poesía de Efraín Miranda (1925-2015). Y, por fin, todo el esfuerzo desplegado desemboca en la publicación de Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján. Como bien se apunta en la introducción, el libro es el primer acercamiento orgánico a la obra del escritor puneño (en particular de Choza y, tangencialmente, Muerte cercana), habida cuenta que hasta el momento no existían sino análisis aislados.

Jean Paul Espinoza *

Una investigación llevada a cabo durante varios años revela convicción, seriedad y compromiso con el quehacer académico. Por eso, un trabajo paciente, y no solo motivado por inquietudes circunstanciales (léase lo que está en boga), casi siempre arriba a un  aporte sustancial con relación al objeto de estudio. Definitivamente, ese es el caso de la catedrática sanmarquina Guissela Gonzales Fernández. De hecho, una breve revisión a sus publicaciones y  ponencias en la última década pondría de manifiesto su interés por  explorar las diversas aristas de la poesía de Efraín Miranda (1925-2015).  Y, por  fin, todo el esfuerzo desplegado desemboca en la publicación de Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján. Como bien se apunta en la introducción, el libro es el primer acercamiento orgánico a la obra del escritor puneño (en particular de Choza y,  tangencialmente, Muerte cercana),  habida cuenta que hasta el momento no existían sino análisis aislados. Valiéndose de un arsenal teórico proveniente del pensamiento crítico latinoamericano, y  de un  mapeo por  el contexto de la aparición de sus dos primeros poemarios (1954  y  1978),  la autora se propone demostrar que en Choza se desarrolla una semiosis decolonizadora cuyo objetivo es impugnar las jerarquías impuestas entre la racionalidad occidental y el horizonte de sentido andino. Asimismo, se postula que el hablante lírico ejecuta una performance ritual que, anclada en un imaginario andino, procura acabar con la condición colonial e iniciar una etapa histórica caracterizada por   la horizontalidad social. A fin de proporcionar una mayor organización al contenido de esta reseña, a continuación elaboraré una síntesis de lo expuesto en la investigación y, posteriormente, ofreceré mis apreciaciones. 

El primer capítulo inicia con un firme cuestionamiento al uso del rótulo “Generación del 50”. En congruencia con las ideas de Antonio Cornejo Polar y  Carlos García-Bedoya, Gonzales indica que esa denominación es centralista, reduccionista e imprecisa, toda vez que hace referencia únicamente a un grupo de intelectuales limeños que, si bien publicaron en una misma  época  y  compartieron  un  clima  social  en concreto,  desarrollaron poéticas  muy particulares  y  distintas  unas  de  otras.  Pese  a  la  aplicación  práctica  y  útil  que  pueda  tener  el término, no cabe duda de que instaura un peligro subyacente: escamotea las divergencias que emergen  en  un  mismo  espacio-tiempo.  Debido  a  que  el  juicio  que  emite  no  se  inserta  en  un terreno inexplorado, la autora indaga en las principales reflexiones al respecto, y aun cuando encuentra  pluralidad  de  posiciones,  discute  prácticamente  todas  en  aras  de  su  diagnóstico inicial.  Pero,  en  realidad,  esta  primera  acción  no es más  que el  preámbulo  para  examinar  el papel  que  desempeña  la  poesía  de  Efraín  Miranda  en  la  literatura peruana de  los  años  50. Sobre esto, se evidencia que la crítica limeña le fue ajena, y la prueba más flagrante es que de todas las antologías (los medios consagratorios por excelencia) que versan de esos años solo dos  mencionan  al  poeta.  Afortunadamente,  en  Puno  la  situación  fue  diferente.  No  obstante, Gonzales  señala  que  si  bien  en  esa  región  hubo  más  entusiasmo  por  la  obra  de  Miranda, nunca  se  consolidó  ahí  una  crítica  rigurosa.  Al  margen  de  las  referencias,  los  datos  y  las valoraciones  comunes,  no  hubo  un  análisis  detenido  que  pudiera  ponderar  las  virtudes expuestas  y  explicar  la  propuesta  estética.  De  manera  que  las  generalizaciones,  el  escaso desarrollo teórico y el “impresionismo” no habilitaron un panorama más reflexivo en torno al poeta.

El segundo capítulo postula que entre la ópera prima, Muerte cercana (1954), y Choza (1978)  existe  un  vínculo  de  continuidad.  La  hipótesis,  sugestiva  en  tanto  solo  había  sido conjeturada  por  algunos  pocos,  se  demuestra  cuando  la  autora  explora  los  elementos  de  una “sensibilidad”  andina  en  ambas  publicaciones.  Ciertamente,  los  estudiosos  de  la  obra  de Miranda  asumían  que  su  “primera  etapa”  se  caracterizaba  por  el  influjo  notorio  de  la  lírica occidental  (Rainer  Maria  Rilke,  en  particular)  y,  por  eso  mismo,  se  convirtió  en  un  lugar común aseverar que Choza encarnó un viraje en su poética. No obstante se soslayó que, más allá de la retórica y el contenido, Muerte cercana ya daba visos de una concepción del mundo originada  en  el  imaginario  andino  (al  respecto,  conviene  advertir  el  sistema  de  pensamiento dual  relacional  tan  presente  en  sus  primeros  versos).  De  otro  lado,  Gonzales  anota  que  el desarraigo  y  descentramiento  experimentados  colocan  al  hablante  lírico  en  una  condición similar al del sujeto migrante: no se integra exitosamente a la modernidad (una resistencia a lo   occidental)   y   revela   las   tensiones   de   dos   universos   culturales   desiguales. Choza representaría  entonces  la  superación  de  esa  situación  inicial  y constituiría  la  afirmación  de unaidentidad.

Apoyándose  en  los  planteamientos  de  Luján  Atienza,  el  tercer  capítulo  inicia  con  el esclarecimiento necesario de tres nociones que a menudo suelen confundirse: autor real, autor textual y hablante lírico (juntas configuran el locus enunciativo). Fijado el marco conceptual, se sostiene que las tres instancias mencionadas poseen, en Choza, un carácter intersticial, es decir,  que  habitan  y  se  desplazan  en  un  “entre-medio”  (una  zona  de  contacto,  de  frontera) producido   por   el   cruce   de   matrices   culturales   en   conflicto.   Cabe   destacar   que   esta peculiaridad no es considerada un elemento adverso; todo lo contrario: permite la emergencia de   estrategias   destinadas   a   rebatir   las   variantes   de   la   colonialidad   occidental.   Yes precisamente ?y  no  pese  a?  la  capacidad  de  no  reducir  su  campo  de  acción  a  un  espacio específico, la que le propicia conocer la lógica de ambas culturas y adquirir una visión crítica. Para  Gonzales,  en  ese  sentido,  son  cuatro  las  expresiones  que  pueden  ser  entendidas  como recursos  decoloniales:  1)  El  testimonio  y  la  memoria,  pues,  desde  la  narración  de  la experiencia personal y colectiva, se rescata el archivo histórico de su comunidad y se plantea un  contradiscurso  al  falso  “progreso”  occidental; 2) la  oralidad,  por  cuanto  supone  una reivindicación   de las   manifestaciones   legítimas   de   la   cultura   andina   y   denuncia   las arbitrariedades  de  la  ciudad  letrada; 3) la  pluralidad  de  enunciadores,  puesto  que  establece una  intervención  coral  cuyo  objetivo  es  exponer  los  diferentes  ángulos  de  la  dominación colonial y 4) la  actitud  dialógica,  en  tanto  promueve la  comunicación  abierta  con  el  otro  y deconstruye la modernidad monológica.

Para sentar las bases de la estructura ritual presente en Choza, el cuarto capítulo utiliza un  concepto  de  la  antropología  simbólica: el  drama  social.  De  acuerdo  con  Victor  Turner, este   término   alude   a   la   transformación   de   un   grupo   humano   que,   alterado   por   una circunstancia  problemática,  atraviesa  un  proceso  de  reconfiguración  a  fin  de  instaurar nuevamente  un  orden  concreto.  Como  todo  cambio,  aquí  se  presenta  una  serie  de  fases continuas:  1)  ruptura  de  relaciones  sociales, 2)  crisis  extendida, 3)  búsqueda  de  soluciones para  reparar  la  situación  y  4)  la  superación  final  del  conflicto.  Para  Gonzales, Choza escenifica este  ciclo  a  través  de  un pasaje  de  rito,  habida  cuenta  que el  hombre  andino  no “pretende conocer (en el sentido teórico) el mundo, sino insertarse [simbólica y] míticamente en él” (p. 157). Por ende, se procede a analizar algunos poemas en función de esta recreación performativa. Pese a que lo más sensato sería deducir que todo está destinado a proponer un rechazo y una separación rotundas con los representantes del sistema colonial (la indignación explícita  del  hablante  lírico  así  lo  confirmaría),  hacia  el  final  del  capítulo  se  arguye  que  lo que  procura Choza es  “mostrar  una  actitud  de  apertura,  con  el  objetivo  de  alcanzar  un  trato horizontal  con  el  occidental”  (p.  187).  En  otras  palabras,  el  cuestionamiento  que  opera  en varios  planos  discursivos  tiene  como  propósito  central  anular  las  jerarquías,  mas  no  excluir radicalmente al otro.

Por  último,  el  quinto  capítulo  describe  las  cuatro  características  del locus enunciativo que  le  permitirán  al  hablante  lírico  esgrimir  su  prédica  decolonial.  En  primer  lugar,  la aprehensión  simbólica  de  la  realidad  afirma  una  manera  distinta  de  relacionarse  con  el mundo: no abstrae los objetos sino que une su experiencia vital a ellos. En segundo lugar, el principio de relacionalidad funda un vínculo entre humanos que se sostiene sobre la base de correspondencias  y  reciprocidades.  En  tercer  lugar,  la  ética  cósmica  busca  el  equilibrio estructural  para  preservar  el  orden  de  todo  lo  que  emite  vida.  Y,  finalmente,  la  concepción cíclica  crea  un  sentido  que  se  contrapone  a  la  linealidad  y  el  progreso  del  tiempo  en occidente. Con estos fundamentos, Gonzales señala que Choza plantea tres ejes decoloniales: 1) la  geopolítica  del  conocimiento,  donde se  evidencia  el  “conocimiento  en  situación”,  es decir,  las  formas  en  que  el  otro  instituye  una  verdad  antojadiza  y  coyuntural  a  partir  de  los imperativos  de  la  modernidad; 2) colonialidad  del  saber, en  la  que se  objeta  la  represión sistemática  que  ejerció  occidente  sobre  los  conocimientos  originarios  de  las  comunidades prehispánicas  y  3)  la  colonialidad  del  poder,  que desvela  las  relaciones  asimétricas  que  se encubren detrás de la noción de raza.

El  primer  rasgo  destacable  de Tengo  el  color mismo de mi Madretierra…es su permanente diálogo con los autores que conforman el estado de la cuestión. De hecho, varios de  los  argumentos expuestos nacen  de  la  discusión  con  las  ideas  que  otros  han  expresado  a propósito  de Choza.  En  ese  sentido,  Guissela  Gonzales  no  duda  en  señalar  los  desaciertos  e inconsistencias que ha hallado en su investigación y, desde ahí, brinda nuevos enfoques a su objeto de estudio. Por ejemplo, refiriéndose a un célebre análisis de Dorian Espezúa (“EE o demando  ser  el  Otro”),  sostiene  que  “[…]  la  exaltación  […]  y  la  negación  revelan  que  no  se trata  de  una demanda  de  reconocimiento a  quien  porta  ‘autoridad,  poder  y  capacidad  para ello’ (Espezúa Salmón, 2000, p. 129), más bien, es una increpación […] El hablante lírico se niega  a  rendirse  a  las  ideologías  jerarquizantes  […]”.  (p.  210;  énfasis  mío).  Desde  luego,  su observación  no  solamente  plantea  un  deslinde  con  lo  manifestado  por  Espezúa.  En  realidad, propone una manera radicalmente distinta de conceptualizar la identidad de la voz poética; de modo, pues, que su contraargumento abre un nuevo espacio de discusión. De manera análoga, impugna la hipótesis de un artículo de Edmundo de la Sota Díaz:

Añade  Sota  Díaz:  “Mientras  el  yo  poético  anhela  ser  indio,  el  autor  textual  anhela  ser reconocido con un nombre propio. El interés del yo poético no concuerda con lo que plantea el autor textual” (pp. 207-2018) […] Desde mi punto de vista, la contradicción señalada no existe  [..]  es  desde  su  condición  intersticial  que  el  autor  implícito  establece  sus  modos  de elaboración  estética  y  es  esta  situación  la  que  le  confiere  autoridad  para  dirigirse  a  dos alocutarios y usar un doble código: el andino, a través de la representación simbólica […] y el occidental, mediante el empleo del castellano […] (p. 126).

Sin  duda,  una  de  las  virtudes  de  su  escritura  académica  reside  en  su  capacidad  de refutar  con  razonamientos  agudos  aquello  que  incluso  aparentaba  ser  una  perspectiva novedosa, tal como el caso del texto de Edmundo de la Sota, que ganóel primer puesto en un concurso de ensayos para catedráticos. Por eso no sorprende que también rechace uno de los sentidos comunes más arraigados en la crítica mirandiana: el supuesto indigenismo de Choza. En  efecto,  la  autora  parte  de  la  premisa  de  que  el  indigenismo  supone  una  mirada exterior(ista)  y,  sobre  todo,  procura  la  inserción  del  indio  en  el  proyecto  de  nación.  Efraín Miranda,  por  el  contrario,  en  tanto  productor  textual,  no  es  completamente  ajeno  al  mundo representado   y,   además,   su   propuesta   constituye   una   resistencia   a   las   instituciones occidentales del Estado-nación.

Naturalmente,  estas reflexiones  en  torno  al  estado  dela  cuestión  revelan  un  trabajo minucioso  de  pesquisa  bibliográfica.  Como  toda  investigación  competente, Tengo  el  color mismo de mi Madretierra… ponea disposición de la comunidad académica un repertorio de fuentes   muy   variadas:   artículos,   ensayos,   libros, reseñas   periodísticas,   tesis,   y   hasta testimonios personales. Esto último acaso sea una de sus apuestas más desafiantes, por cuanto implica  siempre  un  riesgo:  explicar  una  parte  de  la  obra  en  base  a  las  declaraciones  y vivencias del autor. Por supuesto, no sería justo indicar que en este caso particular se incurre en  un  desliz  de  biografismo.  De  hecho,  las  entrevistas  que  realizó  Gonzales  al  poeta  son citadas  en  el  libro  (específicamente  en  el  capítulo  que  se  ocupa  de Muerte  cercana)  para explicar  el  carácter  ontológico  del  productor  textual.  Apoyándose  en  la  tesis  formulada  por Cornejo Polar acerca del sujeto migrante, entiende que Efraín Miranda despliega un discurso signado por el descentramiento y la retórica del desarraigo. De esa manera, la apelación a los datos  biográficos  se  justifica.  No  obstante,  hubiera  sido  conveniente  que  también  se  utilice fragmentos del poemario para sustentar sus ideas. Efectivamente, desde la página 84 hasta la 89,  intervalo  en el  que desarrolla estas  reflexiones,  tan  solo  ofrece  una  cita  de Muerte cercana.  Todo  lo  demás  se  centra  en  los  pasajes  de  la  vida  de  Miranda  y  algunas  nociones conceptuales sobre la problemática del migrante.

De  otro  lado,  Gonzales  Fernández  maniobra  con  pertinencia  la  conjunción  de  diversas herramientas teóricas. Si bien es cierto, su propuesta de lectura se basa principalmente en los aportes  de  Walter  Mignolo  (semiosis  decolonial),  no  elude  el  manejo  de  los  planteamientos de  otros  intelectuales  como  Antonio  Cornejo  Polar (totalidad  contradictoria)  o Aníbal Quijano  (colonialidad  del  poder).  Así,  establece  un  diálogo  creativo  entre Choza y  el pensamiento  crítico  latinoamericano.  Y,  pese  a  la  coherencia  de  estos  marcos  teóricos, considera  necesario  incorporar  perspectivas  divergentes,  es  decir,  aquellos enfoques  que refutan  los  presupuestos  básicos  de  la opción  de colonial.  Lógicamente,  el  procedimiento  no es arbitrario. Inmediatamente después de explicar en qué consisten las controversias sobre lo decolonial, pasa a manifestar sus impresiones y a argumentar por qué no está de acuerdo. En realidad,  la  estrategia  implícita  es  esgrimir  una  defensa  y  una  justificación  de  la  validez  del andamiaje  teórico  empleado.  Valga  de  ejemplo  lo  que  afirma  respecto  a  un  libro  de  la socióloga boliviana Silvia Rivera:

Rivera Cusicanqui (2010) realiza un airado cuestionamiento tanto a Aníbal Quijano como a Walter  Mignolo  […]  Al  respecto  […]  quisiera  señalar  que  […]  la  autora  no  diferencia  entre subalternidad,  poscolonialismo  y  decolonialidad  […]  Tampoco  presta  atención  al  proceso que ha seguido el pensamiento de Quijano, desarrollos que registran cambios sustanciales, y en los que la dimensión política y económica no queda para nada al margen (p. 27).

No  obstante, Tengo  el color mismo de miMadretierra…no  solose  fundamenta  en  un enfoque “contenidista”.   Una   de   sus   particularidades   estriba   en   la   conjugación   del pensamiento  decolonial  con  la  pragmática  literaria, unodelos  aparatos  metodológicos  que más   toma   en   consideración   la   dimensión   formal   del   discurso   lírico;   de   ahí   que,   en consonancia  con  los  aportes  de  Ángel  Luján  Atienza,  frecuentemente  refiera  al polo  de  la emisióny  al polo  de  la  recepción.  Estos  términos  demuestran  utilidad  al  momento  de examinar las relaciones entre autor real, hablante lírico y alocutarios. Por supuesto, todo ello es dilucidado en función de su hipótesis (la semiosis decolonial en Choza), de manera que las teorías no se hallan separadas en parcelas distintas. Por ello, pienso que esta característica es muy  provechosa  en  tiempos  donde  prima  la  polarización  de  los  enfoques  que muchas  veces se traduce en “formalistas” versus “sociologistas”.

Ahora  bien,  un  apunte  respecto  a  la  forma  específica de  análisis.  Como  se  sabe,  la aplicación   mecánica   de   herramientas   metodológicas   al   ejercicio   hermenéutico   genera, regularmente,  lecturas  muy  forzadas.  En  otras  palabras,  a  fin  de  ser  “escrupuloso”  con  el trabajo,  muchos  críticos  siguen  a  pie  juntillas  un procedimiento  en  particular  y  pierden  la capacidad  de  innovar  o,  cuando  menos, de adaptar  el  método  a  su  objeto  de  estudio. Afortunadamente, en el presente libro se evidencia una consciencia de estas limitaciones y se opta  por  una  adecuación  razonable  de  criterios  e  instrumentos.  Esto  se  prueba,  por  ejemplo, en  la  elección  de  no  establecer segmentos en la  interpretación de  los  poemas,  sino  más  bien momentos.  Conviene  recordar  que  la  segmentación  textual  es  una  de  las  operaciones  más frecuentes  para  la  hermenéutica  de  la  lírica  en  nuestros  circuitos  académicos  (en  gran  parte gracias a las contribuciones de Camilo Fernández Cozman) y, como tal, se ha convertido en un ejercicio que prácticamente nadie pone en entredicho. Pero, tomando en cuenta que Choza esbozaría  una performance ritual  (hecho  que  se  relacionaría  más  con  un acto/ejecución que con la letra), lo más idóneo sería concebir una modalidad distinta de abordaje que disponga de  nuevos  conceptos.  Proponer momentos,  en  ese  sentido,  trasluce  signos  de originalidad  y correlación justificada.

Para  finalizar,  quisiera  subrayar  el  cuidado  de  la  edición.  Las  cuatro  instituciones implicadas  en  la  publicación  de  libro  han  logrado  ofrecer  una  investigación  académica  con aspectos   solventes   en   diagramación,   corrección   de   estilo,   uso   de   normativas   APA   y distribución de contenidos. Por añadidura, cabe mencionar también cualidades de otro orden: arte  y  diseño  de  la carátula, resistencia  del  empaste,  calidad  de  las  hojas  utilizadas,  etc.  Sin embargo, tengo la impresión de que el mayor mérito del trabajo editorial colectivo de Tengo el color mismo de mi Madretierra…lo hallamos en su compromiso por difundir la reflexión sobre  la  obra  de  un  autor,  aunque  notable,  no  inserto  en  el  canon  y,  para  muchos, desconocido. Ahí donde  podría  vislumbrar se riesgos,  se  vio  la  posibilidad  de  reivindicar responsablemente a un gran “olvidado” y, de esa manera, abrir nuevas rutas de investigación.

(*) Universidad Nacional Federico Villarreal/ Casa de la Literatura Peruana. Texto publicado en “Metáfora. Revista de literatura y análisis del discurso” https://orcid.org/0000-0003-3201-2121DOI: https://doi.org/10.35286/mrlad.v2i4.53

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